Naomi Kawase, ( www.kawasenaomi.com/kumie/en) nacida en Nara en 1969, es una directora de cine y escritora japonesa, insuficientemente conocida por el público de nuestro país a pesar de la gran calidad de su voluminosa producción -más de 20 películas y documentales-. Ha sido galardonada con numerosos premios entre los que cabe destacar, la Cámara de Oro en el Festival de Cannes(1997) por Suzaku –siendo por cierto la directora más joven en recibir esta mención-, el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes(2007) por El bosque del luto y el Premio de FIPRESCI en el Festival de Cine de San Sebastián(2010) por Genpin

 

cine

Su obra, de corte intimista, gira en torno a aspectos que evocan interrogantes existenciales con sutileza: los orígenes, las ausencias, la vida, la muerte, la maternidad, la feminidad…

“Mogari no Mori”, traducida como “El Bosque del Luto” y estrenada en España en 2007, se considera su obra maestra hasta el momento y es la película que nos ocupa hoy.

Kawase inició su andadura en el documental y este enfoque persiste en su recorrido filmográfico, tanto en su elección de los operadores de cámara, como en el uso de recursos técnicos en la puesta en escena; fundamentalmente el fuera de campo. Igualmente, se percibe en decisiones más sutiles como la elección de actores no profesionales o el uso de los escenarios naturales como alusión a lo que las palabras no alcanzan a nombrar.

La película narra la historia de Machiko, joven cuidadora en una residencia de ancianos y Shigeki, uno de los residentes. Ambos están atravesados y detenidos por una profunda pena; la que padecen por la pérdida, ella de su pequeño hijo y él de su esposa. La presentación de este dolor está alejada de concesiones dramáticas; es austera, sutil, lenta, en alusión a lo difícil, al principio imposible, de encontrar las palabras apropiadas que pueden acotarlo, encauzarlo. Cada uno de los personajes está solo, aislado en su dolor. Aparentemente no tienen nada en común, excepto el estar marcados por una pérdida, por la ausencia irrenunciable de un ser querido. Será esta imposibilidad que tienen en común lo que les unirá y les permitirá acompañarse mutuamente en un trabajo de duelo que aunque cada cual debe hacer a solas, únicamente el encuentro en el otro de las marcas de la propia soledad propiciará realizar. Un primer atisbo de este recorrido son los ejercicios de caligrafía que realizan los personajes. La caligrafía en Japón guarda proximidad con el arte de la espada. Es en el trazo caligráfico del nombre de Machiko donde Shigeki halla, tachando brutalmente uno de sus caracteres, el nombre de su esposa muerta, Mako.

La apuesta por la contención y sobriedad es patente en la presentación que Kawase hace de la angustia de Shigeki cuando le pregunta al monje que los visita “¿Cómo sé si estoy vivo?”. El monje le responde: “Para saber si estas vivo hay que saber dos cosas. La primera, y muy fácil, es si comes arroz y condimentos. La segunda, más difícil, es saber si experimentas sensaciones.” El monje apunta también que el vacío y la nada no son lo mismo. Es decir, no basta la vida meramente biológica y las vidas de Machiko y Shigeki están detenidas por el dolor, por una renuncia que no saben cómo hacer porque no logran perder lo perdido. Tampoco se trata de una cuestión de tiempo cronológico, no sabemos cuánto hace que murió el hijo de Machiko y Mako murió hace 33 años; de hecho, como le recuerda el monje, éste es un feliz aniversario porque ella se convertirá ahora en Buda y abandonará el mundo definitivamente pero Shigeki ha perdido todo, toda memoria del mundo también, excepto la de su esposa.

Un día, durante un viaje en coche que Machiko le ha regalado a Shigeki como un presente por su cumpleaños, el anciano escapa hacia el bosque en busca de la tumba de su mujer. Machiko lo perseguirá primero y acompañará después, cargando finalmente con la pesada y misteriosa bolsa de la que éste en principio no consentía en desprenderse. Comienza un viaje de dos días en el que los personajes encontrarán el tiempo y el espacio subjetivo necesario para hacerse a su pérdida, para renunciar a lo perdido, para re- enunciar las palabras de la vida.

El Bosque del luto es un relato sobre el tratamiento de la imposibilidad con la que cada uno estamos a solas. “Aquí no hay reglas formales”, indica una de las responsables de la residencia donde vive Shigeki. Y es que nuestro modo de hacernos a la vida, al amor y a la muerte es una invención personal, singular, única que brota de una ausencia irresoluble. Es por ello que cualquier palabra tiene el imposible de decir como condición ya que lo propiamente humano pertenece siempre más bien a la imposibilidad, a una presencia que se sustrae, a la ausencia, a lo que se vela, y solo en un segundo tiempo puede darse la oportunidad de hacer una instrumentalización de la imposibilidad.

Más que la intensidad narrativa, caracteriza a este film la sutileza y elegancia de sus metáforas, lo alusivo de sus imágenes, el río que se desborda y “nunca volverá a su fuente”, los detalles fuera de campo, los sonidos que comienzan antes de que podamos descifrar su fuente, los personajes que reaccionan ante cosas que no vemos. El bosque casi impenetrable del dolor, en el que no hay caminos, donde uno mismo debe encontrar su recorrido, donde perderse también forma parte del itinerario. ¿No nos evoca los claros del bosque de Zambrano y Heidegger?

“Aquí no hay reglas formales; ¿sabes? Necesitas tiempo”. Le dice su compañera a Machiko. Y ante la pregunta de Machiko por ese “¿sabes?” Le responde que fue un amante quién le dijo esta frase porque ella siempre quería hacerlo todo lo mejor que podía y entonces se sentía agotada e irritable. Alusión sutil a que ni en el encuentro amoroso, ni en el encuentro con la vida o con la muerte hay un saber a priori sobre cómo hacer. No hay “la buena proporción”. Tiempo, que es un recorrido subjetivo, lógico, no cronológico –no han bastado 33 años y ahora son suficientes dos días- , para el que cada cual debe elucidar un saber en singular.

Tal vez a algunos el film les evocará “La balada de Narayama”, pero si Imanura nos contaba el estoico aceptar de la muerte, Kawase relata el peregrinaje por la imposibilidad en singular para encontrar en su aceptación lo que cifra la posibilidad de volver a descubrir la vida.

No desvelaré qué lleva Shigeki en su bolsa, sí diré que guarda relación con la memoria y el tempo detenido y que la escritura, también el poema, son la conmemoración, la marca, la huella, el trazo de la imposibilidad de encontrar las palabras a priori justas y precisas para hacer con la vida y la muerte que cifra su final pero también ratifica su posibilidad.

Son trabajos de duelo diferentes el del Machiko y el de Shigeki. Ella encuentra su salida prestándose a acompañar a Shigeki en la suya y cargando un tiempo con su carga, lo que matizará el significado de ésta, pero no hay escritura para aquello que ella ha perdido. Además, son lógicas diferentes las que responden por los modos de gozar, vivir y sufrir en el hombre y la mujer y también la película se hace eco de esto dejando el recorrido de ella más velado. Pero son las palabras de otra mujer las que propician el recorrido de ambos, “aquí no hay reglas formales, ¿sabes?” y esto no es casual, ya que hay algo en la propia lógica femenina que escapa a las reglas formales, al saber preestablecido de antemano. Tal vez sea la otra mirada que podemos apreciar al final en el rostro de Machiko, mirada dirigida al vacío que clarea entre las copas de los árboles, el modo sutil en que la directora apunta, alusivamente, el final del luto de la protagonista.

No hay claves universales para saber hacer con lo más singular de la propia vida; singularidad, que implica también el encuentro con el amor y la muerte. Así que, este comentario, más que una suerte de claves interpretativas es el eco de algunas resonancias.

 

Paloma Blanco. Miembro ELP y AMP. Málaga