En el corazón del síntoma, que es el nombre de la infelicidad en psicoanálisis, encontramos siempre el problema de la pareja, o más precisamente, la pareja como problema. Hay algo que no va entre los hombres y las mujeres. No es una novedad, lo sabemos desde siempre y sin duda lo sufrimos también desde siempre. De hecho, lo que Freud descubrió es que es porque hay algo fallido en la sexualidad por lo que tenemos síntomas, los cuales encierran una satisfacción sustitutiva. ¿Pero cuál es la causa de este malestar en la sexualidad que no cesa en su insistencia? Si al principio, en “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, Freud hace responsable de él a la cultura, a la moral restrictiva de su época, al final, en “El malestar en la cultura”, llegará a la conclusión de que la perturbación en la sexualidad es inevitable, que hay algo desencajado en las relaciones entre el hombre y la mujer que impide que se encuentren verdaderamente. Y es que, nos dice Freud, el pasaje de la naturaleza a la cultura supone que el hombre soporta una pérdida fundamental, la de la relación natural con su propio cuerpo y con el de los demás, lo cual tiene un efecto devastador sobre la sexualidad. Ésta queda afectada por un déficit incurable que impide su satisfacción plena. Hay otra razón complementaria que Freud aporta en apoyo de su tesis, y es que, por haberse perdido esa relación natural con el cuerpo, todo ser humano padece de una brecha entre la sexualidad anatómica y lo que es la subjetivación del sexo a nivel psíquico. Freud lo dice de esta manera en “El malestar en la cultura”: “Sólo la Anatomía – más no la Psicología- puede revelarnos la índole de lo masculino y lo femenino”. Es decir, el hecho de nacer anatómicamente con un cuerpo masculino o femenino no implica que psíquicamente nos posicionemos, nos sintamos, como hombres o como mujeres. Si en la anatomía hay hombres y mujeres, el psiquismo humano no puede revelar qué es lo masculino y lo femenino, qué es ser hombre o ser mujer, y esa es la causa, en última instancia, de que haya algo siempre fallido en las relaciones entre los sexos.

Lacan a su vez formuló un axioma para precisar este fallo: “no hay relación sexual”. Es la forma en que tradujo eso que Freud terminó por advertir, que el trastorno entre los sexos es esencial, vale decir, que no es el destino de ciertos sujetos que serian los enfermos, los nerviosos, sino que es inherente al ser humano en tanto que ser de cultura, o más precisamente en tanto que ser de lenguaje. El lenguaje desnaturaliza el cuerpo, lo afecta de una perdida irreversible: la pérdida del instinto o más fundamentalmente, como dice Lacan, la pérdida del goce natural de la vida. Perdido el instinto, nos faltan los referentes naturales para situarnos como hombres o como mujeres y es por eso que la sexualidad en el ser humano no puede no hacer síntoma. En el inconsciente falta la cláusula de la pareja sexual, hay solo el Uno del falo, pero no el dos de la pareja. En el fondo, que no hay relación sexual quiere decir que el goce no se comparte, que uno siempre goza solo. Pero si esto constituye un problema es sobre todo en relación con el amor. Es en el amor donde produce sus mayores estragos el hecho de que se goce solo.

De esta escisión entre el goce y el amor ya dio cuenta Freud en “Sobre una degradación general de la vida erótica” donde describe en estos términos la tragedia de la vida amorosa que, a su juicio, afecta de una manera general a los hombres: incapaces de amar a la mujer que desean sexualmente e incapaces de desear a la mujer que aman. Es una escisión entre el deseo sexual o el goce y el amor que, como vemos, se ve redoblada en una escisión de objeto: una mujer para el amor, otra distinta para el goce.

Lacan en el seminario “Aún” formula de una forma distinta esta escisión. Como observa Miller (1) para Lacan el goce, en tanto sexual, es siempre goce del propio cuerpo, goce de uno solo y no se relaciona con el Otro, mientras que el amor se dirige al Otro. A este modo de goce solitario, autista, goce idiota en el sentido etimológico del término, Lacan lo llama goce fálico, porque aunque tanto los hombres como las mujeres pueden gozar de cualquier parte del cuerpo propio, el goce masturbatorio del órgano fálico nos da su modelo principal.

No obstante, esta diferencia tan radical entre el amor y el goce se complejiza cuando Lacan desarrolla las fórmulas de la sexuación. Estas fórmulas dividen a la humanidad en dos mitades separadas que Lacan llama lado masculino y lado femenino, pero que sin embargo no se diferencian ni por la anatomía, ni por la designación significante hombre-mujer, sino por el modo de goce de cada sujeto. Aquellos sujetos que tienen un modo de gozar todo fálico, los sitúa del lado macho, mientras que aquellos que no están del todo en el goce fálico sino que están divididos entre un modo de gozar fálico, y otro distinto, suplementario, los sitúa del lado femenino. Estas fórmulas de la sexuación no escriben la relación sexual sino un malentendido entre los sexos. El primer malentendido es el que conecta al hombre no con La Mujer, sino con un objeto de goce pulsional, que Lacan llama “objeto a”. Lacan escribe “La Mujer” con mayúsculas y con una tachadura para indicarnos que no existe una esencia, un universal de la femineidad. Es así que el hombre cree alcanzar a La mujer, pero lo que encuentra es el objeto a, y el goce que obtiene a partir de ahí es el de su órgano. Esto hace que el hombre no esté conectado a ella sino a un objeto de ella, y que durante la relación sexual ella quede sola. En cambio del lado femenino ocurre otra cosa. El goce femenino está desdoblado. Por un lado se relaciona con el falo, pero por otro apunta a algo que no es un objeto fetiche, sino esencialmente a un Otro que habla. Mientras que el objeto fetiche condiciona una erótica del silencio, el lado femenino implica un goce que requiere que su objeto hable. Y es que la palabra del Otro es un elemento esencial al goce femenino, lo que quiere decir que del lado mujer, a diferencia del lado hombre, el goce requiere que se pase por el amor, en tanto que el amor habla, en tanto que no es pensable sin la palabra. Aunque, al mismo tiempo, este goce femenino es un goce enigmático que está marcado por lo que no se puede decir. Si del lado macho amor y goce se oponen, el goce femenino abre una dimensión donde amor y goce se unen, o más precisamente, donde el amor es en sí mismo un goce.

El goce femenino tiene algo de infinito y es por eso que la demanda de amor en una mujer es una demanda que no cesa nunca. Esto puede conducir a que el goce femenino que aunque, como acertadamente precisa Miquel Bassols en su contribución para estas jornadas, no es en sí mismo superyoico, se traduzca no pocas veces para los hombres en una exigencia superyoica insoportable. O también, visto con humor, esto hace que para el hombre la mujer, en el fondo, siempre sea una pesada y para una mujer el hombre, en el fondo, siempre sea un idiota. Se me ocurre que podría escribirse una psicopatología de la vida amorosa en clave cómica; la titularía así: “El idiota y la pesada”. Y, parafraseando a Miller, podríamos concluir con una suerte de chiste: un análisis no hace existir la relación sexual pero sí puede conseguir que la mujer sea un poco menos pesada y el hombre un poco menos idiota.

Dolores Castrillo Mirat. Miembro de la ELP y de la AMP. Madrid

* Extracto de la Conferencia pronunciada en el marco del Nucep en Octubre 2015 con el mismo título.

1-  Miller, J.-A., La fuga del sentido, Paidós, Buenos Aires, p. 165.