En una Conferencia ofrecida por el profesor Remo Bodei, “Ira e indignación. Teoría e historia de una pasión” [1], luego de definir la ira como una pasión furiosa que brota de una afrenta recibida inmerecidamente, o de una ardiente herida infligida a nuestro amor propio, convoca a un extraño: la “ira de Dios” y la “ira de las mujeres”, con el fin de aproximarse a esa pasión furiosa:

La propensión de las mujeres a la ira, había sido un tópico en el mundo clásico debido al acento puesto en el acceso limitado a la racionalidad de las mujeres y su consecuente vecindad con el dominio de la pasión. Circunstancia que, combinada con la idea de una condición corporal y anímica frágil, redundó en una supuesta sensibilidad de ellas al influjo de las heridas morales. Tal propensión de las mujeres a la ira fue confirmada luego por la teología cristiana en el Concilio de Elvira [2], donde se declara dogma que la mujer es de sexo irascible. La crítica feminista ha desmontado las configuraciones de sentido referidas, ancladas en lo que ha llamado falogocentrismo patriarcal. Sin embargo, siguiendo la pista que propone el profesor Bodei en la conferencia mencionada, el mito de Medea será la excusa para auscultar la insistente combinación entre ira y femineidad, pese a que no comprometa ninguna determinación accidental y/o sustancial, para usar una terminología aristotélica. Medea entonces, princesa bárbara, hechicera, infanticida, convertida en icono por cierto feminismo [3] y señalada por Jacques Lacan como figura del acto de la “verdadera mujer”.

Escrita por Eurípides más de 400 años antes de Cristo y reversionada hasta la actualidad, Medea es portadora en la tradición cultural de occidente del signo de la venganza y el infanticidio, aunque curiosamente se concurra a una desculpabilización progresiva del personaje, como lo observa Bodei, ya sea por relativización de su acto – que incluso desplaza el crimen a manos de los corintos, siguiendo fuentes antiguas [4] – ya sea por acentuación del contexto – la oposición entre el mundo bárbaro y el civilizado, la extranjería de Medea -, una operación que atraviesa versiones como la de Pasolini en el cine, o la de Christa Wolf en las letras. La pieza de Eurípides se abre con la ofensa, “ultraje” – acto que sobrepasa cierto límite -, que oprime el corazón de Medea: Jasón ha traicionado el juramento de amor que se hicieran. Durante el único día, que le fuera concedido por el Rey Creonte tras decretar su exilio, obligada Medea a abandonar Corinto con sus hijos a causa de sus expresiones iracundas por las futuras nupcias de Jasón con la hija de Creonte, urde la trama de venganza dominada por la pasión furiosa que desencadenará el “acto de mujer”. Asestará tal golpe al núcleo del ser de Jasón y su casa, que al asesinar a sus dos hijos y aniquilar a su futura consorte con hechicerías, es al propio Jasón al que da muerte, sin que muera, dejándolo en un particular estado, aporos, “sin medios”. Atrás quedará la gloria de la conquista del vellocino de oro y los laureles conseguidos por Jasón en su aventura por el Cólquide, no sin las artes de la que ahora llama “monstruo”, “un genio maligno enviado por los dioses” (v. 1333). Hasta aquí brevemente el argumento de la pieza.

Para considerar ese “genio maligno”, arrojado al acto criminal por una pasión furiosa llevada al límite de lo inhumano, tal el crimen de Medea, que no sólo quebranta la ley de los hombres sino también la de los dioses, al dar muerte a sus dos hijos – aunque algunos sostengan que la venia de los dioses acompañó la mano de Medea -, no hay más que orientarse por el modo en que la propia Medea llama a su crimen “inicuo” (v.795), del latín iniquus, un vocablo que indica la negación de aequus, igual. Se trata de un crimen que introduce una dimensión desigual en el plano ético, un crimen que no tiene nada de equilibrado, en el sentido de lo equitativo, lo justo, que escapa al ideal de una justicia distributiva, objetando la media y extrema razón que introduce la norma que en psicoanálisis se ha llamado fálica.

En cuanto Medea atraviesa un límite de lo que se entiende humano, surge el artificio de aplicarle a su crimen las coordenadas empleadas por Lacan para con la Antígona de Sófocles [5]. Se trata del uso del par até y harmatía, de factura aristotélica [6], que concentra lo esencial de la acción trágica: el extravío fatal al que es empujada la heroína – até -, y el error de juicio que involucra una acción desafortunada, cuando ninguna acción en todo caso podría ser afortunada por imposible – harmatía -. Se estará tentado de poner a la cuenta de la até la iracundia de Medea, esa dimensión de lo que se “posa en la cabeza de los mortales sin que ellos lo sepan” [7], lo que pone en juego ese margen de no-saber que permitirá a Lacan hacer de la até, la encarnación de la desgracia del linaje de Antígona, la maquinaria del Otro como lugar de un destino funesto. O bien, considerarla a la luz del error de juicio, como “error de tiro” que impulsa la acción equivocada que causa el cambio de fortuna del héroe; y que por un verdadero pase magistral, en el que se articula un problema ético, Lacan lo hace soportar por Creonte en su consideración de Antígona, contra la estimación hegeliana.

Pero ninguno parece ser el caso de la “leona” [8] de Jasón. La ira que arrastra a Medea a lo extremo de su acto, no se funda en ningún desconocimiento que la empuje por ello más allá de los límites, ni en el error, por ignorancia del mal y la ruina que ha de procurar con él. En sendos pasajes, tanto en la Medea de Eurípides como en la de Séneca, aún más vehemente e iracunda, el costado lúcido de la pasión es el signo de la venganza perpetrada por Medea (v. 790 y siguientes). La astucia de Medea no se priva de los más avezados recursos retóricos para procurarse con Creonte, la prórroga de un día, antes de su destierro, ni de las buenas artes con las que engatusa a Jasón para persuadirlo de su arrepentimiento. El propio Aristóteles en su Poética pudo decir que el daño que realiza Medea no carece de premeditación y conocimiento. En otro registro que el de la conciencia y sus funciones, más afín a la perspectiva analítica, Mario Vegetti hace una apreciación útil sobre el “yo colérico”, cuando refiere que precisamente la ira como pasión, consigue operar una suerte de unificación del sujeto [9] en pos de la acción que ha de realizar. El espacio de la ira para Vegetti, que separa la ofensa de la venganza, produce una configuración subjetiva que no conoce alternativas posibles, es decir, conduce a un acto que encarna la pasión del sujeto y que deja fuera la deliberación.

Tampoco es el acto de Medea fruto de un juicio desacertado, porque da precisamente en el blanco al que apunta, cumple con el designio que se hubiera fijado, hiere, herir de muerte a ese “monstruo de maldad” Jasón, que con su traición demuestra haber perdido la fe en el juramento de amor. Por ello su locura, si es que la hay, pareciera ser más bien anterior, es locura de amor de la que nos habla la nodriza en el comienzo de la pieza: “Y así mi ama Medea…con su corazón loco de amor por Jasón” (v.6 y siguientes). La pasión amorosa que la había vuelto refractaria a los susurros de la prudencia, y la hubiera deslizado sin solución de continuidad hacia los crímenes contra los suyos, incluida la traición perpetrada contra el padre y el descuartizamiento de su hermano, se vierte ahora en venganza contra Jasón. Como el amor más grande acaba en odio, Lacan dixit, o se convierten uno en el otro para Freud, el interrogante que dejara planteado el coro en la pieza: “¿Por qué esa cólera terrible y ese afán de matanza después del amor?” (v. 1268) se resuelve en el viraje de la pasión, fogoneado por el “ultraje”, sí, y alimentado por los reproches que podrá hacerse a sí misma la propia Medea, también, pero fundamentalmente por la medida de su odio inconmensurable, que es el envés del imperativo de una exigencia de amor, que Lacan supo poner a la cuenta de la condición erotómana en la modalidad del amor de la mujer, lo que da ese matiz feroz a sus iras. Condición erotómana que en cuanto desconocida para sí misma “se convierte en un real intratable”, como lo precisa Graciela Musachi. La lucidez de Medea en este punto, en particular la de Séneca, es evidente cuando pudo advertirle a su nodriza: “Sí pretendes saber en tu desdicha cuánto debes odiar, también recuerda cuánto amaste…”.

Jacques Lacan había mencionado a Medea en los escritos en una sola oportunidad, cuando procura dos ejemplos: Madeleine – la mujer de André Gide – y Medea, que quedaran fijados en la memoria analítica como emulación de la llamada “verdadera mujer” [10], lo cual es una afirmación que no deja de presentar una contradicción interna, como sabemos para Lacan la mujer no existe, razón por la cual es todo un problema hablar de la “verdadera”. Con esta mención Medea no se ganó un lugar en el índice onomástico de los escritos, pero para los lectores de Lacan, Medea encarna la ferocidad de una voluntad que no se detiene en el sacrificio del tener – aquí sus propios hijos -, cuando con ello propinará un daño a quién la arroja fuera de la escena amorosa. El “extravío” de Medea que no el de su ira sino el de lo ilimitado de esa voluntad que no retrocede, lo evidencia Jacques-Alain Miller [11], implica el haber convertido el amor en el objeto de su único interés “Pues la mujer es medrosa y no puede aprestarse a la lucha ni contemplar las armas, pero cuando la ofenden en lo que toca al lecho, nada hay en todo el mundo más sanguinario que ella” [12] escuchamos decir a Medea en el verso 263 y siguientes. Así, lo que de verdadera mujer revela tamaño acto, subraya que la mujer es lo que no es una madre, o también, lo que se sustrae a lo que en ella hay de madre, abriendo una brecha en la solución a la feminidad, atribuida apresuradamente a Freud – la maternidad – y haciendo aparecer un costado de lo femenino, que se ausenta del anclaje fálico y que configura un campo insospechado para cualquier feminismo

La circunstancia por la que Medea abandona el Cólquide natal y huye con Jasón tras el juramento de amor mutuo desafiando los mandatos paternos, de algún modo pródromo de lo que va a venir, pudo ser leída en clave feminista, como el acmé de la mujer que se apropia del deseo sexual y actúa de acuerdo con su interés, al romper con la tradición y subvertir el lugar social que le es asignado [13]. Esta línea, destaca el movimiento de su emancipación, en el que la autodeterminación se convierte en la premisa de una realización, la que suele concurrir en un cierto “furor de las mujeres”, digamos, su estar al último grito, ocupando un espacio en lo social. Otra perspectiva, se fía menos del costado autonomía auto-procurada, por la que la mujer se apresta a conseguir una identidad al precio de su feminidad en demasiadas ocasiones, como puntualiza Musachi siguiendo a Freud [14], y abre un punto de mira, que ubica el principio de discordia que introduce lo femenino en lo social. En el caso de Medea puede leerse en el imposible retorno a su tierra, en el exilio de una tradición, en la imposible negociación, esa suerte de negativismo extremo que introduce con su crimen [15]. Al mismo tiempo, por su posición ambigua, Medea resulta paradigmática, porque recrea la división que concierne al “ser femenino”, que quedará plasmada por Lacan en las fórmulas de la sexuación, con el doble vector del lado que le atañe: uno que la orienta al falo, otro que la conduce a un más allá que el significante no recubre, esa otredad. Una división, que no se confunde necesariamente con el estar duplicada por la madre en ocasiones, sino por estar escindida de sí misma, por así decir. Medea pone en escena esta división de algún modo, a la vez divina, a la vez terrena, bárbara y civilizada, mujer y madre; hasta incluso, si nos atenemos a una versión más contemporánea como la de Christa Wolf, profundamente extranjera, portadora de una soberana alteridad.

De regreso entonces al extraño par convocado por Bodei y habiendo hecho la salvedad de que para Lacan la mujer no existe, lo que podría valer para Dios, la vecindad entre esa otra dimensión de lo femenino, el llamado otro goce, y Dios que se le parece por inalcanzable para los oficios de la razón, confina con la adoración que ambiciona la exigencia amorosa femenina y de allí tal vez, la puesta en relación de sus iras.

Gabriela Rodriguez. Asociada EOL-La Plata. 

Notas:

  1. Remo Bodei “Ira e indignación. Teoría e historia de un a pasión”, Conferencia dictada en la Fundación Juan March.
  2. Concilio Elvira de fecha incierta, habría sido celebrado entre el 300 y el 324 en la ciudad de Iliberis.
  3. Algunos parlamentos de Medea en la pieza resultan verdaderos alegatos feministas, ver en particular: (v. 230 – 251).
  4. Albyn Lenky en su obra La tragedia griega, refiere que el poeta – Eurípides – se enfrenta libremente a la tradición que nos habla de la muerte de los hijos de Medea a manos de los corintos.
  5. Jacques Lacan, Seminario de la Ética. Paidós. Buenos aires 1992.
  6. Aristóteles, El arte de la poética. Espasa Calpe. Buenos Aires 1948.
  7. Pierre Grimal, Diccionario de Mitología griega y romana. Paidós, Buenos Aires, 1989.
  8. Medea es llamada leona varias veces en la pieza.
  9. Mario Vegetti, “Pasiones antiguas: el yo colérico”. Historia de las pasiones. Losada 1998.
  10. Jacques Lacan, “La juventud de Gide”. Escritos 2. Siglo XXI Editores 1991.
  11. Jacques Alain Miller, El partenaire-síntoma. Paidós, Buenos Aires, 2008.
  12. Eurípides, “Medea”. Tragedias III. Editorial Cátedra.
  13. Roxana Hidalgo Xirinachs, “Medea agresión femenina y autonomía”.
  14. Graciela Musachi, “Antígona entre Hegel y feministas”. Revista Descartes. Ediciones Otium 2012.
  15. Este aspecto y otros aspectos de interés, han conducido a Slajov Zizek a presentar a Medea como la anti-Antígona, ver: Interrogating the real. 2013.