“A mí sí que se me ve satisfecha, ¿verdad? ¿Qué no haría una madre por su hija?” Así termina el cuento de Almudena Grandes, “Amor de madre” [1].

La protagonista de este relato vive a través de su hija. En consecuencia, la autora no le otorga ni tan siquiera un nombre. Su hija sí tiene nombre, “Marianne”. Los otros nombres que van apareciendo a lo largo del texto corresponden a distintos varones. Los hombres que se relacionan con su hija y que ella siente que vienen a quitársela.

Esta madre no puede tener su propio nombre, ni hombre, y esto se convierte en uno de sus principales conflictos como mujer.

Nuestro personaje tiene una grave dificultad para aceptar las diferencias, de ahí que no aparezca vinculándose a ningún hombre, salvo al final del texto cuando le utiliza como un objeto sometido. Por eso, esta INSACIABLE madre, no sólo somete a la hija a su propio deseo, sino también a Klaus.

Esta mujer sólo vive su rol femenino desde un lugar de madre sin ser capaz de tener otras relaciones, otros intereses vitales. Esta incapacidad hace que se fusione con su hija mucho más de lo conveniente http://comprar-ed.com/levitra.html paralas dos.

Al no poder establecer su propia pareja, se empareja con su única hija mientras “es dócil y sumisa” y cuando Marianne se aleja, la madre recurre a la bebida, que se transforma en su nuevo acompañante. Además, la botella le permite mantenerse unida a su propia imagen, anclándose en una posición muy narcisista.

Por otro lado, podemos interpretar que es una mujer con una grave crisis de identidad ya que busca desesperada, aunque erróneamente, su propia identidad durante toda la narración.

Considero que la respuesta a la posible pregunta ¿quién soy yo?, sólo podría contestarla en una doble dirección que trataré de desplegar a continuación: soy una madre y soy alcohólica. Una madre que bebe cuando su hija deja de ser “su bebé”.

Esa identidad pudo encontrarla mientras se ubicaba como madre. Pero para ella su rol materno pasaba por ser madre de un bebé: “alegre, dócil, ordenada y obediente”. Más adelante dice: “al llegar a la adolescencia empezó a torcerse” (¿cuántos padres y madres actuales no suscribirían esta rotunda afirmación?).

La madre de Marianne comienza con su adicción cuando la hija se va de casa: “fue entonces cuando empecé a permitirme alguna que otra copita”. “Me dejaba sola, y yo me tomaba una copita, y luego otra, y luego otra, hasta que oía el chirrido de su llave en la cerradura”. “Durante los siguientes tres años, apenas la vi algún domingo a la hora de comer. Reconozco que mi vicio aumentó”.

Al irse de casa Marianne le dice “no te preocupes por mí, nunca he sido tan feliz” y la madre no puede soportar que su hija acceda a la felicidad alejándose de ella. Además, su fantasma sobre el mundo exterior, ajeno a su asfixiante casa, era: “estaba ahí fuera, en la calle, rodeada de peligros, sola entre extraños, violadores, asesinos, drogadictos y extranjeros”.

Por eso uno de los momentos más crueles del relato es cuando la protagonista expresa: “comprenderán ustedes que el accidente se me antojara un regalo de la Divina Providencia…volvía a estar en casa…igual que cuando era una niña, aunque con todos los huesos rotos”. “Volvía a ser dócil y mansa, dulce y sumisa, ya nunca me llevaba la contraria y dormía muchísimas horas, como cuando era un bebé”

Todo el texto en general, pero muy en particular estas dramáticas frases, me evocan el Seminario 17 de Lacan [2], cuando escribe: “El papel de la madre es el deseo de la madre. El deseo de la madre no es algo que pueda soportarse tal cual. Algo que pueda resultarles indiferente. Siempre produce estragos. Es estar dentro de la boca de un cocodrilo, eso es la madre. No se sabe qué mosca puede llegar a picarle de repente y va y cierra la boca. Eso es el deseo de la madre”.

En este cuento la autora muestra magistralmente cómo el deseo de la madre es el de la reincorporación del producto y para ello no duda en colocar a la hija en posición de objeto. Para que un hijo crezca sano necesita saber que durante un tiempo ha sido el objeto del deseo materno, ya que de no ser así ni tan siquiera hubiera nacido, pero también, más adelante, que ya ha dejado de serlo. Y es muy conveniente http://comprar-ed.com/levitra.html parala salud de los padres y de los hijos aprender a transitar por esta frontera tan sutil.

El hecho de que el padre sea una figura inexistente en el relato, hace que ninguna figura asuma la función de la interdicción, que es la principal tarea paterna, cumpliendo su papel de separar al hijo de la madre, lo cual habría sido mucho más saludable para ambas.

Para que una hija crezca adecuadamente tiene que renunciar a satisfacer a la madre y por eso Marianne acierta en su elección al marcharse: “le dije a Marianne que tenía que elegir y Marianne eligió y se fue con el salvadoreño”. Y añade, después, mi hija “siguió hablando como si nada, sin comprender que me estaba matando, que yo me estaba muriendo al escuchar cada sílaba que pronunciaba”. Y yo agrego: y sin darse cuenta de que ella sí que es capaz de aniquilar a su propia hija con el único fin de mantenerla cercana.

Cuando Marianne se va de casa y dice que “nunca ha sido tan feliz”, la madre no puede vivirlo como la posibilidad que le ha brindado a su hija de aprender a ser feliz alejándose de ella.

En ningún momento está en condiciones de pensar qué es lo bueno para su hija, solamente lo que la satisface a ella. Y evidencia su patología al decir: “Yo necesito que se case. ¡Vamos qué madre renunciaría a un placer semejante! Sobre todo porque, bien mirado, esto no es un placer. ¡Es un derecho!”.

En otro momento expresa: “soy su madre, la única persona que de verdad la quiere, que la ha querido y la querrá durante el resto de su vida”, sin poder entender que quererla es dejarla crecer y por lo tanto distanciarse.

Además, esta madre no tiene bastante con su propia adicción, sino que tiene que hacer de su hija otra adicta, para así anularle el deseo, ya que había llegado a tener constancia de que el deseo de su hija pasaba por alejarse de ella. Por eso dice “yo me tomaba otra copa y a Marianne le daba un par de pastillas más”, a pesar de que “el médico se ponía pesadísimo, me lo había advertido un centenar de veces, que era peligroso sobrepasar la dosis, que esos calmantes creaban adicción”. Y finaliza diciendo: “para eso estoy aquí, para confesar que soy alcohólica” y ahí, en ese ser alcohólica es donde yo considero que esta mujer adquiere una identidad propia, que le sirve para encubrir su falta en ser.

Este relato plantea el mismo tema que Ingmar Bergman en su película, “Saraband” [3] aunque en el film es el padre el que está dispuesto a destrozar la vida de su hija en su propio beneficio.

Para terminar, una última reflexión. Esta madre del estrago que describe admirablemente Almudena Grandes nos resulta terriblemente cruel y fuera de la realidad pero habría que saber rastrear qué dosis de esta relación se da entre una madre y cada uno de sus hijos, sin que llegue a ser tan extremadamente destructiva como en esta narración.

María Lizcano

Referencias bibliográficas y cinematográficas:

  • Almudena Grandes, Modelos de mujer, Barcelona, Círculo de Lectores.
  • Jacques Lacan, Seminario 17, El Reverso del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós.
  • Ingmar Bergman. Saraband. Suecia. Año 2003.