Aunque una de las reglas obligadas del relato breve es la de introducir al lector en la trama sin demora alguna, no todos los escritores de este género lo consiguen con la maestría que la autora demuestra en este cuento. En los primeros párrafos ya nos encontramos con todas las líneas de fuerza argumental, y aunque solo al final sabremos lo que va a suceder, eso ya está anticipado desde el comienzo.

Una mujer. Una mujer, y podremos preguntarnos si es una entre tantas otras, una como la mayoría, o es alguien especial. El cuento nos sumerge de inmediato en una atmósfera de sensualidad, de sensorialidad intensa. No puedo menos que sonreírme al pensar cómo los hombres tienden a concentrar su interés y su atención en un pequeño sector de la realidad. Cuando lo hacen, el resto deja de existir. Para eso le sirve el falo. Ellas, en cambio, están abiertas al mundo, incluso al cosmos, si exagero un poco. Será por ese motivo que la naturaleza les afecta de otra manera. Están atentas a la temperatura, al sol, a la lluvia. Un día nublado les dice algo, o mucho. Puede incluso alterarles al ánimo. Ellos, mientras tanto, están ausentes de todo eso, su libido puesta en la pequeña cosa. Eso da como resultado que ellas tengan una relación distinta con la vida, con la vida en tanto está animada por un goce del que los humanos estamos separados por la frontera del lenguaje. A ellas, el lenguaje no las contiene del todo. Los hombres lo saben desde siempre, y por eso la inmemorial desconfianza hacia las mujeres. En ellas hay siempre una ventana entreabierta, y por esa ventana intuyen el mundo que está más allá de la frontera. Eso no les impide, por el contrario, desdoblarse y entregarse con devoción al deber de velar por lo íntimo, lo centrípeto: los hijos y el fuego. En todas las culturas, en Oriente y Occidente, han sido ellas las encargadas de cuidar la prole y vigilar que el fuego siga encendido. Ana cría a sus hijos y atiende los fogones de su cocina.

“Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una insoportable felicidad”, escribe Lispector en el cuento. Y un poco antes: “Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de la vida”. No obstante, esa otra felicidad fuera del ámbito de la existencia a la que ha consentido con absoluta convicción, esa felicidad sigue al acecho. Ella lo sabe, lo presiente. Por eso ha aprendido a tomar sus recaudos, para mantenerse alejada de todo aquello: “Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar de ella, el sol alto y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones”. Y si acaso se aproximase el espanto de esa felicidad a la que ella renunció para entrar en su “destino de mujer”, ella sabría qué hacer para sofocarlo.

Entonces se produce un encuentro azaroso. Una contingencia traumática. Una contingencia traumática es la irrupción inesperada, súbita, brutal, de un elemento que no puede integrarse en la trama del sentido. La trama del sentido es lo que nos mantiene unidos al sentimiento de continuidad de la vida. La trama del sentido es la bolsa de la compra que lleva Ana, una malla, una red tejida que contiene, que nos contiene, que la contiene a ella. El elemento súbito es una mirada. No hay nada mejor que un ciego para demostrar el poder de la mirada, que es capaz de ver más allá de lo visible. Eso se sabe desde siempre. Por eso Tiresias, el que todo lo ve y lo anticipa, tiene los ojos ciegos. Tenemos ojos para no ver, dice el Eclesiastés. Tenemos ojos para no ver que la mirada nos mira. Y es mejor no ver eso demasiado. El encuentro de Ana con esa mirada rompe algo, el mundo contenido en la malla del sentido se escurre, y ella se extravía, se pierde en ese otro mundo incierto donde todo se desborda, se sale de su contorno y de su forma. Ese otro mundo cuya metáfora es el Jardín Botánico, donde el Edén no se distingue del infierno: “El jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del infierno. ¿Cómo logra Ana regresar al hogar del sentido, a la casa donde su cuerpo ha encontrado su morada y su asidero? Recordando a sus hijos. Pero incluso en la familiaridad de lo cotidiano algo se muestra diferente. Tal vez Ana esté loca, aunque me inclino a pensar que no lo está, y que tan solo ha experimentado, durante un breve lapso, una salida a través de la ventana entreabierta por la que una mujer puede salir un poco, esa ventana abierta en las fronteras cerradas de la Ley.

Gustavo Dessal. Miembro de la ELP y AMP. Madrid.