El deseo de tener una madre nunca muere

No soy una experta en literatura norteamericana, qué más quisiera yo, pero siento un enorme interés y curiosidad por algunos de sus autores que, en los últimos tiempos, ha dado la casualidad de que son mujeres.

Autoras como Alice Munro, Lucia Berlin, Annie Proulx (aunque esta se aparta bastante de las anteriores), entre otras, me han proporcionado momentos de felicidad y también de desasosiego, porque, en general, la literatura anglosajona, que se nutre mucho de la autoficción, suele tener un punto de franqueza e impudor que no es frecuente en autores de nuestro entorno.

Hace unos meses conocí esta obrita, a la que califico así por su reducido número de páginas que no por la calidad de su contenido. Tiempo atrás había leído otra obra de la misma autora titulada Olive Kitteridge, ganadora del premio Pulitzer, que más tarde pude disfrutar en forma de serie de televisión de la cadena HBO, protagonizada por una brillante Frances McDormand, a quien el papel le iba como anillo al dedo.

Olive Kitteridge narra la evolución de una jubilada terca y de fuerte carácter a través de unos espléndidos relatos que a su vez exploran las historias de los vecinos de la localidad. Es una novela con diversos hilos narrativos, llena de personajes inolvidables y de escenas que comprenden las tensiones de toda una comunidad, con una protagonista que va creciendo a medida que lo hace la narración. Con respecto a esta obra, Me llamo Lucy Barton [1] supone un cambio de registro notable, ya que su enfoque es más intimista, logrado a través de una prosa concisa y fragmentada, cuyo tema principal es la relación de una mujer con su madre. En este punto coincide con Olive Kitteridge, pues en ambas trata acerca de las formas de expresión del amor maternal, alejándose las dos del clásico estereotipo.

Sabemos por los casos de las personas que recibimos, pero también por la propia experiencia, que la aparición de una enfermedad suele marcar un punto de inflexión en forma de detención temporal, sobre todo si va acompañada de un ingreso hospitalario y, por el motivo que sea, su evolución no transcurre de la manera esperada. Son momentos marcados por la añoranza de la normalidad ligada a la rutina, y de una gran vulnerabilidad no exenta de reflexión.

Lo que se narra en Lucy Barton comienza in medias res: en los años ochenta, cuando era una joven madre, las complicaciones tras una apendicitis obligan a la protagonista a permanecer mucho más tiempo de lo previsto en el hospital. Lejos de su marido y sus hijas, recibe la inesperada visita de su madre, a quien llevaba años sin ver. En la extraña intimidad de un cuarto de hospital, y a lo largo de cinco días y cinco noches, transcurre una insustancial conversación entre las dos mujeres, tras la que se esconde otra de más calado percibida a través de los silencios, que se alterna con recuerdos que permiten entender el porqué de su distanciamiento. En el relato se escucha la arrulladora voz de la madre, que de alguna manera la sostiene, pero que también transporta los ecos de una infancia traumática -en un pueblo minúsculo de Illinois- con particulares tintes sombríos llena de cosas innombrables: suciedad, pobreza extrema, hambre, caridad llena de desprecio, la angustia de horas encerrada en una camioneta esperando a que los padres vuelvan de trabajar, llanuras de maíz, la amenaza de un padre violento que se contrarresta cuando prodiga signos de cariño.

Desde la ventana de la habitación ambas perciben el paso de las horas a través de los cambios en la iluminación del edificio Chrysler, que actúa a modo de Macguffin como elemento referencial jalonando el avance de la trama, hecha a través de confidencias, recuerdos y chismes en los que se trasluce la soledad de madre e hija, la pasada y la presente, en un intento de ordenar el sentido de sus vidas, sobre todo el de Lucy, durante y después del encuentro.

Me llamo Lucy Barton muestra las dos caras de la vida de la protagonista. Por un lado, su salida del lugar donde transcurrió su infancia y adolescencia, que le permitió emprender una vida diferente al resto de su familia, que no estuvo exenta de culpa por la sensación de haberlos traicionado al dejarlos. Sus aptitudes para la literatura, que le permitieron ser escritora, se pueden rastrear y vincular a su madre a través de este párrafo: “El primer año de casada mi madre trabajó en la biblioteca del pueblo, y por lo visto le encantaban los libros. Pero de repente en la biblioteca le dijeron a mi madre que habían cambiado las normas y que sólo podían contratar a una persona con la formación adecuada. Mi madre nunca les creyó. Dejó de leer, y pasaron muchos años hasta que fue a otra biblioteca de otro pueblo y volvió a sacar libros para llevarlos a casa”.

De la precariedad de su vivienda y de la aversión al frío que allí pasaba, que, por cierto, serán elementos que marcarán su camino futuro, da cuenta el párrafo siguiente que considero también ligado al anterior: “En tercer grado leí un libro que hizo que quisiera escribir yo también. Era sobre dos chicas que tenían una madre muy simpática y que se fueron a otra ciudad a pasar el verano. Eran unas chicas felices […] Mi profesor se dio cuenta de que me encantaba leer y me daba libros, incluso libros de mayores, y yo los leía. Más adelante, en el instituto, seguí leyendo libros, cuando acababa los deberes, en un aula con calefacción. Pero los libros me aportaban cosas. Eso es lo importante. Hacían que me sintiera menos sola. Eso es lo importante para mí. Y pensaba: ¡Escribiré y la gente no se sentirá tan sola! (Pero era mi secreto…)»

A pesar de la nueva vida que emprende, de su paso por la universidad, de su matrimonio y el nacimiento de sus hijas, de que escribe cuentos y de que sus publicaciones tienen éxito, su vinculación con el pasado se mantiene intacta a través de la ausencia de referencias sobre la cultura popular, que hacía que se sintiera diferente del resto de personas que encontró en su nuevo ambiente.

En segundo lugar aparece el regreso a los orígenes: siendo ya una mujer madura, que busca el sentido del amor en su vida, un amor hecho de desgracia y gratitud, de pérdidas y encuentros, de deseos cumplidos e incumplidos. Un recorrido que permite una reconciliación con su pasado, una reconciliación íntima, discreta, de la que solo ella es consciente. En medio de la narración también se plantea una cuestión capital, el aprendizaje de Lucy Barton hasta convertirse en escritora, y el encuentro privilegiado con la autora Sarah Pyne, a la que admira, y que le transmite el arte de utilizar las palabras para expresar sus vivencias. Una frase toma un lugar destacado para Lucy de entre las que la escritora le dice: “Sólo tendréis una historia. Escribiréis esa única historia de muchas maneras. No os preocupéis por la historia. Sólo tendréis una”.

Si en toda novela el papel del lector es activo y hasta creativo, considero que en esta tiene muchos motivos para serlo aún más, puesto que la contención y la sobriedad en la escritura hacen que haya omisiones, silencios, particularmente en la descripción del padre y las consecuencias de su participación en la Segunda Guerra Mundial, que dan alas a la imaginación para completar la historia.

A pesar de su sobriedad, de sus escasos diálogos y escenas, en esta obra encontramos una profunda indagación sobre el peso que el pasado tiene en el presente, de las decisiones y actos de cada uno con respecto al otro, de las decisiones tomadas y de las que no lo fueron, de los gestos de cariño escamoteados y de las palabras nunca pronunciadas. Plantea preguntas acerca de las dificultades del amor entre padres e hijos, también lo hace en Olive Kitteridge, porque ambos progenitores son a su vez sujetos con una vida propia que no se somete enteramente al del vínculo parental.

Que las relaciones entre madre-hija ocupan un lugar central en el universo literario de Elizabeth Strout da cuenta una reciente entrevista donde dice lo siguiente: “…lo único que quiere Lucy en la vida es que su madre la quiera a ella también. Habitualmente, eso es lo que quiere la gente: ser amados por sus madres. Es una de esas cosas que he acabado comprendiendo de mayor. El deseo de tener una madre nunca muere”.

Un puzle, como lo califica la autora, que mantiene la emoción de principio a fin a través de los episodios que nos narra, y que nos proporciona magníficas reflexiones en frases dignas de ser subrayadas.

Blanca Fernandez. Miembro ELP y AMP, Málaga

Notas:

  1. Me llamo Lucy Barton. Elizabeth Strout. Duomo. Barcelona, 2016. Trad. Flora Casas.