“…que Dios no se manifiesta sino con escrituras llamadas santas. ¿En qué son santas?: en que no cesan de repetir el fracaso de los intentos de una sabiduría cuyo testimonio fuera el ser. Nada de eso quiere decir que no haya habido trucos de cuando en cuando, gracias a los cuales el goce –sin él no habría sabiduría- ha podido creer alcanzado el fin de satisfacer el pensamiento del ser. Pero, y ese es el punto, ese fin nunca ha sido satisfecho sino a costa de una castración” [1].

Lacan acerca del barroco en el Seminario XX

Las películas de la cineasta argentina Lucrecia Martel, son las que inspiran estas líneas que intentan algunas evocaciones del goce femenino. Se trata de tres películas: La Ciénaga (2000), La niña Santa (2004) y La mujer sin cabeza (2007), que dan cuenta de un estilo propio. Cécile François, de la Universidad de Orléans, Francia, habla de una “estética de la opacidad” en el cine de Martel, que hace imprescindible la implicación del espectador para la construcción de algún sentido.

Veamos algunas características de dicha estética. Sus personajes son imprecisos y complejos, la cámara nunca los enfoca con planos completos: aparecen personajes de espalda, o partes de sus cuerpos, o reflejados en espejos. Los escenarios elegidos -en dos de ellas- son un hotel y una casa de campo. Los exteriores casi no aparecen, y la imagen completa del sitio tampoco. La trama de sus películas transcurre en el interior de estos lugares, en los pasillos, las habitaciones, las cocinas… y en ambos es notoria la decadencia del lugar que, sin embargo, dan la impresión de haber sido, en un pasado, parajes que denotaban cierto estatus social. El Hotel Termas tiene una piscina para sus huéspedes que, pese a estar llena, aparece casi inservible, sucia, rota, descuidada. O la finca Mandrágora conserva ese halo de la burguesía que gustaba del disfrute del campo en las vacaciones, en donde el abandono de su mantenimiento evoca esa decadencia de la clase media-alta. Sin embargo, algo de los movimientos de sus personajes, conservan esas buenas costumbres. Por ejemplo, en el hotel se organiza un congreso de médicos con aire distinguido, o los habitantes de la Mandrágora –miembros de una familia extensa- se preparan bebidas y combinados con pajitas para tomar en la piscina. Esos rituales se mantienen intactos en contraste con la decadencia y el abandono al que todo está irremediablemente condenado. Lucrecia Martel logra transmitir con una maestría sorprendente, el ambiente sórdido, el aburrimiento del veraneo, el calor insoportable, los ruidos… El ruido es un tema central en sus películas: sonidos de artefactos viejos, como el calentador o los coches, los grillos… Otra característica fundamental son los discursos: siempre imprecisos, con frases que muchas veces no terminan, con conversaciones completamente irrelevantes… el equívoco fructifica. Las conversaciones por teléfono se interrumpen, la incomunicación está siempre garantizada. Sus personajes hablan y a su vez parecieran decir al espectador: “apáñatelas con eso”. El lenguaje se muestra como una suerte de accesorio, en donde la tonalidad, los gestos que lo acompañan y su propia sonoridad, le roban el protagonismo al sentido. El sentido en el cine de Martel está maltratado, su impotencia aparece con todo su resplandor.

¿Pero entonces, qué evoca su cine? Todos esos elementos están al servicio de un cierto suspense de los personajes en su goce. El despertar de la sexualidad en la adolescencia planea en sus películas y lo hace desde el centro de la experiencia del sujeto… se palpa el encuentro con el goce y la exploración de lo incomprensible de esa experiencia, los juegos con las amigas, las risas… Contribuye a ello un espacio central de todas sus películas que es la cama de la madre. Un lugar sin cerrojo en donde entran y salen chicos, chicas, primos, hermanos… en donde se acuestan en cualquier momento, se tocan, se acarician, susurran, cantan, regresan a la infancia. Unas madres que a su vez evocan sus frustraciones con los hombres, y se dejan hacer por las inclinaciones de sus hijos o sus hermanos tratados también como hijos. Todos los personajes que se acercan a su lecho desprenden la satisfacción infantil de quien fantasea con el incesto, y sufren regresiones a su más tierna infancia.

Diría que el cine de Lucrecia es producto de habitar una posición femenina. Su estilo es inseparable de lo que enseña, es decir, es tan importante lo que muestra como el modo en que lo hace. Un cine evocador de las formas de gozar del ser humano; especialmente el de las mujeres. Los personajes en Lucrecia Martel dicen más del parlêtre –cuerpo hablante que goza-, que del sujeto dividido. Creo que eso se refleja muy bien en esos planos incompletos, troceados, sugeridos… Lucrecia Martel renuncia alegremente a dar consistencia identificadora a sus personajes, por eso su cine no es neutro, no pone fácil al espectador identificarse con alguno. La construcción de los espacios, con esos interiores sin salida, crean un escenario éxtimo, en donde es imposible determinar el adentro y el afuera. Esa extimidad logra situar la escena en el campo propio del goce, por eso tanto sus personajes como el espectador parecen estar naufragando en un laberinto. Por eso, para extraer un goce como espectador hay que implicarse, dejarse tomar por esa opacidad…, y hacer el esfuerzo de ir construyendo inútilmente la trama. Porque el espectador quiere una trama, necesita el sentido. Lo necesita para engatusarle al otro eso que le sucede, para defenderse de su propio goce.

Lo que me sugiere es que cuando estamos en el terreno del goce femenino, nos distanciarnos de nuestro sentimiento del ser. En el cine de Lucrecia Martel ese goce suplementario lo extraemos de ver el uso que hacen de lo fálico los personajes. El falo en sus películas es convocado para ser el centro…sí, pero de cierta sorna, de lo ridículo, de lo inservible… mostrando muy bien lo que dice Lacan acerca del goce; que es lo que no sirve para nada. Las niñas de la Niña Santa -adolescentes que residen también en el hotel- asisten a sus clases de catequesis en las que hablan del amor al prójimo, de la entrega, del buen samaritano. Ellas -lejos de tener que determinar si eso lo creen o no, si la existencia de Dios es demostrable o no-, utilizan esas explicaciones para pensar en lo que sucede en los adultos, para enfrentarse a la sexualidad. Es muy interesante como juegan con las palabras, como se preguntan por qué Dios goza, como recurren a tonadillas, estribillos para gozar de eso. En tanto el falo no se articula directamente a ninguna castración imaginaria, se adentran de otro modo en la experiencia de la sensualidad y la sexualidad. Ellas son sujetos activos de la provocación del deseo sexual que despiertan, sin saber muy bien de qué se trata, pero explorando un territorio.

Por tanto, nada se puede decir del goce femenino, pero se siente, es otro del fálico, es controversial con el ser, se adentra en terrenos inexplorados, y destella en producciones como las películas de Lucrecia Martel, que sin hablar de lo que no se puede decir, lo evocan y lo hacen resonar. Un poquito de renuncia a nuestra pasión por el ser, sin embargo, pueden otorgar pequeñas dosis de ganancia de ese otro-saber e ingresar así, de vez en cuando, en un terreno donde el goce no se localiza en ningún órgano, pero es tributario del cuerpo.

Irene Domíngez. Miembro ELP y AMP. Barcelona

[1] Lacan, J. Seminario XX, pag. 139.