Mr. Turner es el título de una película de Mike Leigh sobre los últimos veinticinco años de la vida del célebre pintor inglés William Turner.

En este biopic atípico, el magnetismo del actor (Timothy Spall) y la mirada seccionadora del director se combinan hasta lograr un efecto mágico de hacernos llegar la presencia convincente de un hombre, que podría haber sido Turner.

Junto a los rasgos del artista, “creador de luz”, la película eleva a un primer plano compartido la presencia de algunas mujeres construidas con pocos pero certeros trazos. Mujeres que formaron parte de su vida en la Inglaterra de principios del siglo XIX, pero que Leigh dibuja tomando una perspectiva que trasciende las épocas.

La criada, entorpecida y atolondrada en su servidumbre, vive a la espera de ocupar un lugar de objeto sexual para Mr. Turner, que la aborda de un modo grosero, sin palabras, sin afecto, en cualquier momento y en cualquier rincón de la casa. El director no nos dice nada sobre un rasgo fetiche que el pintor localice en la criada, más bien plantea un uso directo de su cuerpo para saciar algo que se despertó de otro lado, de cualquier lado, o que cuando ella se queda parada y en silencio, como esperando, él se ve impelido a responder. Sin embargo, hay una insistencia en la película en hacernos llegar la idea de que en esos encuentros sexuales, tras el silencio y la aparente docilidad de ella, se descubre un goce robado. Dorothy Atkinson, la actriz que representa el personaje, parece saber algo. Es ella la que de un modo sorprendente deja aparecer, tras el asalto masculino, una enigmática sonrisa que iluminará su rostro. Por un instante vemos un cuerpo vivificarse, apaciguarse y tomar una forma más amable. Para después volver a disolverse en la espera de un nuevo encuentro.

La ex –mujer, que vocifera sin tregua la impotencia de su hombre, Mr. Turner, para cubrir su falta. Su solución de mujer, hacerse madre, no calmó aquello que ella convierte en demanda dirigida al partenaire-masculino. Las dos hijas que él le dio son ya pasto del estrago. Una identificada a la madre, vocifera con sus mismas palabras acusando al padre, al hombre, que no le da lo que le pertenece por derecho. La otra hija, debilitada, apenas logra hablar. El pintor frente a ese cuadro, sin palabras, dimite, haciendo que tome aún más y más consistencia.

La amante, una viuda de repetición, conversadora y alegre. Dueña de una hospedería frente al mar. Hacia el final de su vida, Turner se enamora de su belleza y la visita cada vez más. Cuando él muere, dejándola de nuevo sin hombre, ella limpia con rabia los cristales de su negocio hasta que se detiene un momento para mirar lo que imaginamos es un barco que llega al puerto. Su sonrisa astuta abre el tiempo para una nueva conquista.

Tres respuestas femeninas al “no hay La mujer”, que sin ser equiparables, trascienden las épocas. La mujer que se hace objeto del fantasma masculino viviendo una eterna espera; la que se hace toda madre, vociferante al partenaire y estrago de sus hijas; y la astucia femenina de aquella que es capaz de vislumbrar, más allá del hombre, la función.