Que se diga de la escritora Chloé Delaume que practica la autoficción es estrictamente cierto –está escrito y fundamentado por ella misma–, pero resulta una definición pobre, insuficiente, al no dar cuenta del aspecto crucial que, en su caso, está en juego.

El término autoficción fue inventado en 1977 por el crítico y novelista francés Serge Doubrovsky para nombrar un modo de escritura donde, como en la autobiografía, escritor, narrador y protagonista comparten identidad, pero que es entendida en su conjunto desde el libre tratamiento que caracteriza a la ficción. El resultado encierra un extraño señuelo que no es fácil de desvelar, ni tampoco necesario. En sí, decir autoficción pareciera un oxímoron, el relato autobiográfico no puede ser al mismo tiempo ficción, pero la contradicción es superada en la práctica llevando al lector a otro tipo de experiencia de lectura. La autoficción se ha extendido incluso más allá del ámbito de la escritura y son varios los artistas que la frecuentan –quizá la más conocida sea Sophie Calle. ¿Cómo se supera la contradicción a la que aludimos? No sometiéndose a ninguno de los dos pactos de lectura, aquél por el que se lee algo como si fuera autobiográfico, aquél por el que se lee algo como si fuera pura ficción. ¿Se puede vivir en ese nuevo entremedias? Se puede, de la misma manera que las buenas películas suelen hacer estallar las ataduras del género cinematográfico. El lector no necesita bastones, sólo tiene que leer.

Como decíamos, siendo esto válido para Chloé Delaume, no resulta suficiente, y ahí radica todo el interés. Existió una niña que se llamaba Nathalie Delain que nació en el año 1973, de madre francesa y padre libanés, que pasó su infancia en Beirut y que regresó a Francia al estallar la guerra. Allí vivió con ese nombre hasta que la irrupción de la escritura en su devastada existencia empezó a tejer, letra a letra, un nuevo cuerpo, el de Chloé Delaume. A partir de ese momento Nathalie Delain no existe más. Por eso Nathalie es un engañoso punto de partida que tenemos que poner entre paréntesis al empezar a leer. Si no lo hacemos, no habrá lectura. Lo que sabemos de esa niña lo firma Chloé, un nombre que es él mismo escritura, un nombre tomado de los textos de los escritores más amados –Chloé de Boris Vian, Delaume de Antonin Artaud.

En su libro El grito del reloj de arena (1) se cuenta la historia de esta niña a partir del relato de la llegada de la policía a su domicilio después de que, delante de ella, su padre matara a su mujer, apuntara después a su hija, no disparara, y se metiera finalmente el arma en la boca destrozándose el cráneo. Pero Chloé no lo cuenta así. Hace otra cosa. Chloé se escribe contándose, por eso olvidamos aquí el estereotipo tradicional y, a partir de ahora, ingresamos en la escritura con ella:

“Mamá se está muriendo en primera persona. (…) Papá la mató en segunda persona. Infinitivo y radical. Chloé calla en tercera persona. Ya no hablará más que en futuro anterior. Porque al final el parricidio fue tan imperfecto que la marcó de manera ineluctable.”

Cuando Chloé dice “Mi cerebro igual que un libro” tenemos que tomarlo literalmente, no tenemos otra cosa. Leemos tres personas en tres tiempos verbales: muero (mamá); te mato (papá); ella calla (hija). Chloé sólo hablará en futuro anterior, una decisión verbal a partir de la cual intentará la imposible tarea de unir fragmentos. La escritora relata el quehacer infinito con su alma enarenada. Como mucho sólo consigue voltear el reloj de arena de ese tiempo padre al que vuelve una y otra vez. A lo largo de las páginas del libro la arena se va escribiendo y poco a poco toma cuerpo ese múltiple sin argamasa posible que es el padre, que es el padre para ella y en ella. Durante muchas páginas Chloé volteará el reloj marcando uno a uno los impasses de su vida, y la arena volverá a deslizarse de nuevo, irremisiblemente. Rechazo a todo orden, idealización del amor como completud, búsqueda identificatoria feminista… A veces los volteos se acompasan a los intentos de suicidio o, más bien, a las maneras de matar yoes que ya no podían continuar, sustituyendo las sobredosis de somníferos a los duelos imposibles, como cuando dice:

Esa mañana se despertó con la firme voluntad de asesinar al primero que se le presentara enfrente. Pero puesto que las visitas a su cuarto de servicio eran escasas ella misma fue la elegida.”

Pero sólo el padre pudo declinar el verbo matar en reflexivo. Chloé siempre lo ha hecho de manera fallida, añadiendo episodios, números a la serie, tal vez forzando mutaciones que no terminan de llegar. La arena del padre se vuelve frontera infranqueable, un imposible que será tratado con el extraordinario empuje de su escritura. En el libro citado este empuje se ve impulsado también por las voces de sus analistas, por sus exhortaciones hacia la organización del recuerdo. Y este cáliz, furiosamente denostado, termina siendo ingerido. Pero, casi hasta el final, Chloé sólo consigue desenterrar al padre en el acto de enterrarlo.

El modo padre es temático, marcado por la inexorabilidad del retorno al crimen, al padre en tanto criminal. La ambivalencia que esto encierra se desvelará en las últimas páginas, mejor dicho, sólo mediante la escritura Chloé tendrá acceso a ella. El modo madre es, sin embargo, de escritura. El modo madre es el que abrió a Chloé la puerta a la Redención. Chloé se escribe en dos tipos de escritura, una brutal y directa, otra, no menos brutal, pero plagada de toda variedad de gemas y rubíes, que produce un barroquismo que coquetea con la ilegibilidad. Y es que si la arena remite siempre al padre, a la brutalidad de la escena que Chloé desentierra volviendo inenterrable al padre, la palabra culta remite a la madre pedagoga, una madre que se divertía exhibiendo a su amaestrada cría delante de sus amigas. Al menos así no la rechazaba. La niña tomó este lugar como única Redención posible y su habilidad con el Verbo no tardaría en deslumbrar: “En la esclusa la glíptica oscura humecta las estampas a cada platero le tocan sus propias muertes amatistas.” Los tipos uno y dos son ambos escritura en lo real.

Para terminar, volvamos con Chloé al padre, al momento en el que su escritura produce un nuevo tratamiento al imposible desaparecer del padre, aquella personificación del terror que la acompañó toda su infancia, con una explícita amenaza de muerte que el padre eternizó justo antes de volarse la cabeza salpicando con sus vísceras el cuerpo de su hija. Escojamos mejor una de sus versiones: “El blanco del ojo se anaranjó solito cuando papá se nagasakeó el cráneo.” No olvidemos que no estamos ante hechos –por mucho que ciertamente los hubiera– sino ante la constitución de un cuerpo a partir de la escritura. A este tratamiento cero absoluto del padre, con sus infinitas variaciones, va a suceder sorpresivamente otro al final del libro, un tratamiento en segunda persona.

Chloé, como decisión de escritura, no puede parar. Ha intentado todas las maneras posibles de enterramiento para enviar al padre al reino de los muertos. Ningún éxito. Pero Chloé piensa en tragedia. El modo en que los dioses griegos brotan en su texto es consecuencia de la profunda relación que Chloé tiene con el mito, y la heroína no se detendrá ante las pruebas imposibles. Como Ulises, acabará bajando al Hades, donde, al contrario que éste, sabe bien a quién se va a encontrar. Baja a los infiernos para hablar al padre en segunda persona, desnudándose a sí misma la terrible ambivalencia que los une. Asistiremos a este desgarrador descubrimiento en tres sucesivas invocaciones: “Padre mío mi maldito caos”, “Padre mío mi herida ruin” y, finalmente, “Padre mío hermosa carroña mía”. Éste es el terrible conocimiento al que adviene.

Chloé nos ha ofrecido la escritura de la repetición y una posible salida a esa repetición. Leemos al final que “por fin esta noche tus dos sílabas pegan”, y su escritura ha producido la masilla que une los granos de arena nombrando lo innombrable, el destrozo producido por una filiación imposible. Hemos asistido a una aventura del lenguaje que apunta a dejar de desenterrar enterrando para enterrar desenterrando, quizás así se acabe nominando desde lo innominado.

 

Zacarías Marco. Socio sede de Madrid de la ELP.

1 Delaume, Chloé: El grito del reloj de arena, Arena Libros, Madrid, 2011.